martes

Trayectos y episodios


Entre las bienvenidas, las novedades en casa y el regreso al trabajo, poco a poco voy olvidando los sucesos en esta cobertura electoral. Lo que más le importa saber a los demás es mi impresión sobre si el candidato ganador realmente es tan incapaz o si el rechazo se debe en mucho a lo que la oposición extiende por aquí y por allá. Y, sin duda alguna, puedo afirmar que todo lo que dicen en torno a sus limitantes es verdad y se quedan cortos. Es un producto y así intenté registrarlo en las crónicas que escribí sobre él.

Por lo demás, me quedo con los trayectos. Puedo decir que no soy el mismo. Ir de un lado a otro, casi siempre en completa soledad, me permitió dialogar con ése al que rara vez le hago preguntas y me las responde. Ya no sobreviven los relatos íntegros de los viajes. Esos debieron ser escritos en el momento y a mí me capturaban mucho los descubrimientos tanto de lugares como de personas. Los traslados, las estancias en lugares a los que quizá nunca volveré y la gente que me dio orientación y amistad, son descripciones que no tiene validez mas que para mí. Aquí las guardo.

Debo, sin embargo, hacer un registro de los lugares donde cubrí mitines, de lo contrario ni siquiera eso recordaré en un futuro inmediato. Van en orden cronológico, sin regresos, que los hubo, y espero no quede ninguno fuera: MTY-Guachochi-DF-Veracruz-Puerto Progreso-Chemax-Chalco-León-Guanajuato-MTY-Ciudad Nezahualcóyotl-MTY-Ciudad del Carmen-Campeche-Ciudad del Carmen-Campeche-Mérida-Motul-Tikul-Puerto Escondido-Chimalhuacán-Gómez Palacio-Cuautitlán Izcalli-Guadalajara-Lagos de Moreno-Aguascalientes-Zacatecas-Cancún-Ciudad Obregón-Chetumal-Cuautla-Lagos de Moreno-Veracruz-MTY.

En algunas ciudades cubrí a más de un candidato y no necesariamente llegué a todas ellas en avión. Recuerdo cruzar a medianoche Felipe Carrillo Puerto y Hermosillo, ver el mar todo el tiempo, dos veces seguidas, de Ciudad del Carmen a Campeche, ir sentado más de cuatro horas en el piso del camión de Creel a Guachochi, dormitando casi recargado entre faldas de tarahumaras. Esperar horas interminables, recibir ayuda de gente cuyo nombre nunca conoceré y que no volveré a ver.

Escenas que me vienen a la mente: con Pato Ávila rumbo a Creel; el esspreso doble cortado del Jekemir y de El Péndulo de la Roma. La librería. Con Claudia en Radiohead. Las horas de cigarros y coca light con Rosa en Chetumal y la comida con ella y Alberto en una fonda de cuyo nombre no puedo acordarme; con Tomás en la nieve de Mérida; las tostadas y empanadas con Imelda en Veracruz; el atrancón con Rolando en Ciudad Obregón; con David en El Pata Negra; los tragos de mezcal con David y Gerardo en Las Quince Letras (pasado, persistencia y arrojo); con Pablo en La Bota, El Vicio, Tlatelolco y Coyoacán, y con Patti, Dylan, Juan Perro, Caifanes y Leo Masliah; con Karina y aquella plática en la Plaza de Armas de Zacatecas; con Raúl en la cenaduría; con Adriana corriendo hacia el autobús que nos llevaría al lado del mar; con David y Osvaldo en el Cambalache; en el Lynis comiendo a solas; con Pedro Diego cenando a medianoche en alguna carretera de Motul; leyendo poesía sobre Paseo de la Reforma; en el autobús con Timón después de las cervezas con Lev; perdido siempre en el pinabús con Daniel; transcribiendo el boletín a ronco pecho de Eduardo; escribiendo hasta la náusea en los vehículos; en la carne asada en la casa de Roberto.

Todas las horas del mundo en aeropuertos. Ahí se me fue la estación completa.


 

Los ojos de mi padre


a Óscar y Eduardo

Quise celebrar mi cumpleaños treinta y seis buscando saber quién era mi padre. Veinte años atrás mi madre estaba en la Ciudad de visita y me dio al fin su nombre camino a la casa de mi abuelo, en la Colonia del Valle. Yo tenía dieciséis años, ninguna pregunta en torno a mis orígenes, y todo el deseo de estar con ella debido a la distancia que nos separó toda la vida.

Cuando ese 1991 me dio al fin su identidad, me quedé perplejo. Era un nombre compuesto, de apellidos que me parecieron extraños y que mi madre no quiso revelar, quizá por duda, por lo que al registrarme mi abuela y una amiga, ambas ya muertas, se inventaron un apellido que vino de quién sabe dónde, con parientes paternos igual de inventados y con el que iniciaba una estirpe ahora sí que de ficción.

Lo malo fue lo que enseguida me reveló mi madre en aquel 91: el muchacho, de apenas veintiún años, había muerto en un accidente vehicular veinte días después de mi nacimiento.

Fue decepcionante. Recordé entonces cómo de niño me sentaba a las puertas de la casa a esperar su regreso del lugar en el que supuestamente se encontraba, y también que una de mis aficiones de adolescente fue buscarlo en los rostros de los hombres que pasaban a mi alrededor.

Mamá regresó en aquel 1991 a Puerto Vallarta, donde vivía. Yo, intentando confirmar la identidad de aquel hombre, hablé a la funeraria donde lo velaron y al cementerio remoto en el que fue sepultado. El muchacho existió. Luego, busqué familiares en el directorio. No sé cómo finalmente supe la dirección de sus padres, en una colonia añosa del poniente de la Ciudad, y hacia ahí me dirigí. Encontré sentada en el porche a la madre del muchacho, le conté la historia insólita y ella, demudada, me dijo que nunca supo que su hijo había sido padre. Por supuesto, tampoco lo aceptó.

En eso, llegó su esposo. Era Miércoles de Ceniza y traía la marca de la cruz en la frente. La mujer me pidió no decirle nada, pues la impresión afectaría su frágil salud. Me presentaron como el hijo de un amiga del muchacho perdido.

Más tarde llegó una hija de la pareja y vi en ella los rasgos que nunca encontré en la familia materna: la tez blanca, el cabello negro, la nariz ancha, las cejas pobladas. Me convencí de que mi madre me había dicho la verdad. "El llamado de la sangre", pensé.

Esa tarde me pasaron a su casa para beber un refresco y en el camino a una estancia me señalaron la foto de mi supuesto padre: un muchacho delgado, de cabello largo y lentes oscuros. Quizá alguna joven a su lado. Me quedé impactado.

Le di mi dirección a la mujer y dijo que me buscaría. No lo hizo. Permanecí algunas semanas esperando la visita, después lo olvidé y hablé de ello con mi madre en el último encuentro que tuvimos, al año siguiente, en 1992, en Puerto Vallarta. Allí, al lado del mar, me contó los pormenores de mi concepción: días de pastillas con recetas falsificadas, alcohol y cigarros, rock y amores fugaces. Uno de ellos fue mi padre.

La vida, sin embargo, no está escrita. La muerte de mi madre, en diciembre de ese año y cuando finalmente nos estábamos conociendo y sabía el nombre de mi padre, lo vino a sepultar todo. Creí que me volvería loco por el dolor de perderla para siempre.

Dejé de ser el que había sido. Me volví taciturno y nació un aprendiz de poeta. Llegaron la universidad, el amor, el oficio periodístico. Sobre todo los dos últimos me hicieron olvidar la vieja pesquisa del padre. Qué más daba seguir en su búsqueda si ya había perdido a mi madre, eje de mi vida, razón por la que soy como soy y semilla de ese lado salvaje que eventualmente despierta.

Veinte años después, leyendo un libro mientras mis hijos jugaban en un parque, me pregunté por qué me dolía tanto mi madre si nunca había vivido con ella. Entonces concluí que quizá nuestra separación no había sido tan temprana como siempre creí o me hicieron creer; que posiblemente al nacer habíamos estado juntos dos o tres años, quizá más, tiempo suficiente para que se me hiciera costumbre escuchar su voz, verle la cara, sentirla, antes de su partida a la Ciudad de México, donde radicaría todos los ochenta (luego se iría a Isla Mujeres y, más tarde, a Puerto Vallarta).

Hablando con mis tíos concluí que nuestra separación quizá se debió al deseo de mi abuela de aferrarse a mí en tiempos de desolación personal, por un lado, y a su deseo de preservar mi integridad. Esto, combinado con el anhelo de mi madre de independizarse lejos de esta Ciudad a la que nunca quiso (a Monterrey siempre estás a punto de no quererla más), con las complicaciones que traía abrirse paso en una urbe caótica como lo es la capital, definieron mi rumbo. Me dicen que ella insistió en llevarme con ella, que lo intentó, pero mi abuela siempre la hizo desistir en tanto ella se acomodaba. Así pasaron los años. Me quedé.

Tras esa conclusión mía en aquel parque, descubrí los arcanos de mi infancia. Quienes me conocen saben detalles de mis volcánicos años de la niñez y de algunas, sólo algunas de las cosas que fui capaz de hacer entonces: ira pura. Siempre quise estar con mi madre y siempre pensé que ella no. Ella lo intentó, supuse. Y por ese afán decidí reivindicarla aquella tarde y a unos días de que alcanzara la edad en la que ella murió, lejos de mí, cerca del mar como me dicen que siempre quiso vivir.

Llegué a casa esa tarde y comencé a revisar con desesperación cartas, fotos. Curiosamente, no tengo ni una carta de ella antes de 1992, quizá alguna del año anterior. ¿Qué pasó con todas las cartas de los años anteriores? Enigma.

En una de ellas, de 1992, mamá me insistía en buscar a un hermano de mi supuesto padre y me contó que en su funeral, ella, temiendo que mis abuelos quisieran quedarse conmigo ante la ausencia del joven, negó que yo fuese su hijo. Mi madre describe la decepción de los padres y la también supuesta mirada de reproche del hermano de él, mucho más joven. ¿Por qué entonces cuando fui a encontrarme con la madre de él, ella dijo no saber nada de esta historia?

Decidí hablarle al hermano, quizá lo que debí haber hecho hace veinte años. Me armé de valor y marqué al teléfono de su casa. Él me contestó. Tras escuchar pacientemente mi relato, hacer muchas preguntas y decir que él ignoraba todo cuanto yo le contaba, me cuestionó por qué había esperado tanto. No lo supe y así se lo confesé.

Tomó mis números telefónicos y quedó en hablarme para vernos. Pensé que sería una nueva promesa sin cumplir, pero me llamó y acordamos vernos al día siguiente. Esa mañana me levanté de madrugada, como siempre lo hago, y comencé a preguntarme si encontraría en él, tal como lo hice con su hermana veinte años atrás, mis señas de identidad.

Llegué temprano al café en el que me citó. Los minutos fueron eternos. Busqué mi rostro en cada hombre y sentí una emoción desconocida cada que alguien entraba al lugar. Como lo hacía en la niñez.

Llegó un hombre de gafas oscuras con una mujer y lo descarté. Sin embargo, de reojo lo vi observar su celular, revisar la hora y enseguida marcar de pie. Mi teléfono comencé a sonar.

El reportero se ha comido casi por completo al aprendiz de poeta, y aun así no puedo describir la magnitud de lo que sentí. Me levanté, alcé la mano y me trasladé a su mesa. Llevaba dos álbumes con fotografías familiares tal como me lo pidió. Me sentí ridículo.

Tan pronto nos saludamos y presentarme a su esposa, comencé la identificación. Algo me decía que estaba movido por la ilusión, que la reflexión era infundada, pero algunos me hablan de que no hay nada más fuerte que la sangre y los rostros. Vi en él mis canas, mis cejas, las arrugas bajo los ojos, mis nariz, mis dientes, mi cuerpo, mi altura. Mis ojos son los de mi madre, me dije, pero la forma de mirar quizá no.

Me escuchó, me hizo preguntas. Su esposa también las hizo. Acostumbrado a preguntar, supe en la carne lo difícil que es responder un interrogatorio. Vio fotos de mi madre, leyó su carta en la que me describe la escena del funeral. Nada. Me dolió que me dijera que quizá aquellas palabras eran más de consuelo que realidad. Creo, sin embargo, que desde momento mi historia le pareció posible.

Hablé de lo que hago, de mi familia. Él me reveló la ciudad de origen del que me dijeron era mi padre, lo que estudiaba al morir y me contó un poco de su juventud. Los silencios se endurecían mientras ambos miraban las fotos de mi pasado.

Él es un hombre bueno. Sólo alguien así me hubiese dicho lo que él: que nos hiciéramos el examen de ADN, que indagáramos si había parentesco. Tras hacerlo y resultar positivo, dijo, me abriría las puertas de su casa, me presentaría a la familia y enmendaría la ausencia.

Quise hablar como lo que soy: un adulto. Ya al niño que fui se le había ido lejos la mirada en espera del padre que nunca llegó. No había nada que enmendar. Sólo quería saber mi origen. Pronuncié la palabra curiosidad en el mejor de los sentidos. "Quiero saber", le expliqué, y le dije que tenía una familia y que lo que menos deseaba era alterar la suya. Él insistió en que mi aparición sería una alegría para su familia. Le miré con aprecio y guardé silencio.

Por la tarde le escribí un correo electrónico. Le dije que le agradecía y que me considerara un nuevo amigo. Agregué que no debí haber esperado veinte años para buscarlo. No me contestó de inmediato, pero cuando me llegó su respuesta me convocó a dejar el pasado atrás y ver hacia el futuro, lo que me agradó: sólo los optimistas piensan en él.

Pasaron los días. En una reflexión a modo, concluí que me sentía como el niño que se sentaba a esperar el regreso del padre, pero que hoy tenía la certeza de que llegaría. Finalmente vería los ojos de mi padre. Finalmente me vería en ellos.

Indagué sobre exámenes de ADN y encontré uno que nos podría corroborar el parentesco por la línea paterna: Cromosoma Y. Le mandé la información y me pidió tiempo para salir de pendientes. Acepté.

Cuento todo esto porque la invitación a cronicar la campaña presidencial lo interrumpió todo. A los días estaba en la Sierra Tarahumara y, de ahí, vendrían un montón de sitios, alegrías y decepciones. Descubrimientos de lo que puedo ser capaz de resistir y no en cobertura política. En uno de esos días me habló aquel hombre, que ya estaba liberado y listo para someterse a los estudios. Le expliqué mi situación y le dije que, si en algún momento de la campaña pasaba por la Ciudad, le hablaría para acudir al examen. Accedió y me deseó suerte. Incluso me dijo que contara con él si mi familia necesitaba algo. Me conmoví.

La campaña presidencial continuó. Yo, perdido en la Ciudad de México o en cualquiera de las fronteras, escuchando discursos de cosas que seguramente nunca serán cumplidas, lo único que deseaba era volver con los míos y someterme a la prueba que me permitiría el derecho de pedir la fotografía de mi padre. El hermano me volvió a llamar al tiempo, que si ya había vuelto. Le dije que no, que faltaba. Me dijo que esperaría. No miento si digo que muchas veces, en esos trayectos de noche por carreteras desoladas, en la soledad de las terminales aéreas, frente a playas y plazas públicas de tantas ciudades, me pregunté qué rayos hacía atestiguando aquella farsa en vez de apresurar el tan ansiado encuentro con mi pasado. Los acontecimientos, sin embargo, las diferencias y hallazgos en cada uno de los mítines, me entretenían, retaban y hacían olvidar ese gran pendiente, esto sin contar las muchas personas que conocí durante la campaña: inmensas, diversas y entrañables.

Finalmente regresé a Monterrey el 9 de julio, casi tres meses y medio después de mi partida, pero serios problemas de salud en mi mujer hicieron que aquello quedara postergado. Al tiempo, hacia mediados de agosto, me dije listo, pero aquel hombre me explicó que lo esperara un poco, porque su padre estaba en cuidados intensivos. Lo comprendí y aguardé, pero como si lo presintiera busqué su esquela a los días siguientes. La encontré al tercer día. Lamenté no conocer a aquel viejo que vi hacía veinte años con una cruz de ceniza en la frente. Me lo perdí y confirmé de nuevo una de las invariables en mi existencia: siempre llego tarde a todas partes.

Finalmente, a los días, aquel hombre me llamó como lo había prometido y nos sometimos a la prueba en el piso 17 de un edificio inmenso, desde el cual contemplé el Cerro de las Mitras, ése que he mirado desde la infancia. Lo tomé como augurio. El de la Silla, en cambio, siempre me ha parecido una excentricidad.

Nos dijeron que los resultados estarían en dos semanas, por lo que él y yo salimos con la fecha anotada en las agendas. En el camino, me contó que le había revelado a sus hijos nuestra historia y, por cortesía, le contesté que a ver qué les decía en caso de que el resultado fuera negativo, a lo que sonrió. Por mi parte, les conté a algunos amigos que sabían de esto que todo estaba en marcha y que sólo debía aguardar la oficialización de la historia que, para algunos, tomó un perfil de película producida por Hallmark.

Así, llegó el día de los resultados. Los dos, el hermano de mi supuesto padre y yo, llegamos sonrientes. Casi puedo decir que listos para iniciar una gran aventura en torno al pasado.

Pero fueron negativos.

Tuve unos días de serenidad previos al resultado, en los que me puse a cavilar qué haría en caso de que no fuera lo que esperaba. En el fondo, sin embargo, confiaba en el veredicto de la genética, lo que me permitiría conocer la historia del padre que, para mí, sería eternamente joven. Fantaseaba con lo primero que le diría a su hermano y qué querría pedirle en el momento: por supuesto, quería la foto. Esa foto que yo vi, hacía veinte años, y que no me atreví a pedir entonces. Quería ver sus ojos tras las gafas oscuras. Además, ansiaba contarle a mis hijos la aventura. Darles, pues, un pasado del lado mío.

El momento del resultado, sin embargo, tuvo tal carga de decepción que me sentí de la misma manera que cuando mi madre, veinte años atrás, me reveló que mi supuesto padre había muerto en una accidente, veinte días exactos después de mi nacimiento. Nunca sabré el rostro que puse al momento del resultado de los análisis, pero percibí de inmediato la decepción del hermano de aquel joven. Él también creyó haber visto en mí al hijo del hermano perdido.

El hombre me dio algunas palabras amables. Que el resultado no debía significar una ruptura, sino el comienzo de una amistad. Por mi parte, me convertí de golpe en el mismo niño que se sentaba a las puertas de su casa a esperar la llegada del padre. Sentí, también, que de pronto ese niño se ponía de pie y, cansado de esperar, ya de noche, entraba a casa y cerraba una puerta que no se volvería a abrir más. Ya no queda dónde buscar.

Recuerdo que mi madre, en sus largas confesiones al lado del mar, sobre la arena, me contó de aquellos días de juventud desenfrenada y que llegó a dudar entre el que creyó era mi padre y otro joven, quizá el hijo de un doctor, no lo sé, pero que esperó hasta ver mi rostro en la juventud para confirmar la paternidad. O dejarse llevar por una ilusión. Posiblemente en esa ocasión mencionó otro nombre, pero no lo recuerdo y tampoco queda alguien a quién preguntarle. Quizá ése era mi padre.

Tenía pensado ir a Puerto Vallarta, veinte años después, a la edad exacta en que murió mi madre, para decirle a su lápida que no mintió, que me cumplió, que había hecho lo que me había sugerido. Hoy no estoy tan seguro. Tengo el presentimiento de que jamás volveré, por lo menos por iniciativa propia, a esa tumba al lado del mar a la que me arrojé de niño, bañado en llanto, sin comprender la suerte de mi amor por ella. El tiempo lo dirá.

Por otra parte, en ese momento paradójico concluí que ahora debía ser más padre que antes. Que a partir de mí iniciaba una generación, una nueva historia. Pero siempre tendré la duda. ¿Por qué no pregunté más? ¿Por qué no indagué y fui más curioso a lo largo de mi vida? ¿Por qué no hice todas las preguntas necesarias en la niñez?

Quizá ahora me explico por qué soy reportero y por qué persisto en saber, a detalle, todo acerca de los demás.

No es un secreto: para hacer las preguntas que debí hacer en todos esos años.