miércoles

Carta a Tamara

¿En dónde estás ahora?
¿Qué sitio del mundo se está haciendo tibio con tu presencia?

Vicente Huidobro

Comenzaba a morir 1984, tenía 8 años e ingresaba a tercero de primaria. Ya llevaba una expulsión escolar, en primer grado, por clavarle un lápiz en la cabeza a un pleitista. Nada grave, apenas la punta. El muy cabrón me buscó lío cuando yo venía de afilar el lápiz. La directora, en un siguiente pleito, me echó.

También, llevaba algunos cigarrillos fumados sin darles el golpe y un montón de problemas por la conducta. Boberías. Esos primeros años, los de la conciencia, me acostumbré a no estar con mi madre, a no saber quién era mi padre y a vivir con mi abuela y mis tíos. Por lo que entiendo, antes de entrar a primaria, mamá me llevó a vivir con ella al DF (ella se fue de mi lado a mis 2 ó 3 años de edad) y creo que no duramos ni dos meses. Me devolvió o fueron por mí. Y me quedé para siempre en Monterrey.

Quizá por eso desarrollé una rebeldía bárbara. No sé. Apenas así me explico ahora el comportamiento terrible que tuve. Mamá, sin embargo, por su personalidad avasallante, tenía esa capacidad de desaparecer toda ausencia aun y cuando venía muy de vez en cuando (llegaron a pasar, literalmente, años de no verla y de esperarla en vano en Navidad). Para mí, recibirla en la central de autobuses eran los momentos más felices de mi vida. Puedo decir, sin pudor alguno, que ver a mamá era superior a todo. Yo era dichoso y nada me hacía falta.

Aún ahora, cuando me siento triste o desorientado, voy a la central simplemente para andar y oler su ambiente de camiones, viajeros, periódicos, puestos de comidas. Algo me dice, algo me la recuerda.

Un día llegó contigo. Eran los primeros días de diciembre de 1984, tenías un par de meses de nacida y no sólo fui feliz por ver a mamá sino al saber que tenía una hermana, un pequeño ser, tan frágil, tan novedoso que no dudé en salir con los amigos y vecinos y comunicarles la buena nueva. Ya no estaba solo. Ya tenía a alguien con la que, me dijeron, caminaría mi vida.

Pero al poco se fueron. Yo me quedé extrañado de tenerlas y luego no. Pasó el tiempo. Por esa época ya escuchaba con más frecuencia las historias de mi madre y la bebida. Que ella se esforzaba, pero nada.

Volvieron a Monterrey cuando tú tenías poco más de 2 años de edad. Eras muy linda, morena de cabello castaño, pequeñita. Mamá y tú eran una pareja sensacional: divertidas, alocadas, no se separaban para nada. Yo las disfrutaba, me unía a su borlote. Jugábamos con mis juguetes, pintábamos juntos, te presumía a mis amigos. Estuviste más tiempo. Tu padre iba y venía. Un día los tres se fueron.

No sé más. No hubo cartas de mamá esos años. Las llamadas telefónicas, de por sí escasas, casi desaparecieron. Un día me dijeron que ya no estaban juntas. Era 1989 quizá. Me has dicho que tu padre te ha contado que vives con él desde los 3 años. No tengo ni idea entonces. Lo que sí sé es que tú y ella vivieron en Isla Mujeres y tengo fotos de ambas en el mar. Desconozco si cuando el Huracán Gilberto arrasó con su casa tú estabas con ella. Tengo fotos de ella encima de los escombros del que fue su hogar.  

Cuando vimos a mamá en 1991, año en que murió tu abuelo, ella venía sin ti. Contó que tu familia paterna te llevó consigo y que no te encontraba. La veía en verdad desesperada, pero ahora que me lo pienso quizá hizo contigo lo mismo que conmigo. Posiblemente se sintió incapaz de tenerte a su lado por su adicción al alcohol. Entiendo que mi abuelo, antes de morir, le ayudó a buscarte, pero que fue en vano. O quizá yo tengo muy aprendida la versión que ella nos daba.

En 1992 nos insistió mucho en que fuéramos a verla a Puerto Vallarta, donde vivía con un hombre que la quiso y que le aguantó su carácter por la abstinencia. Yo tenía 16 años cuando junto a tu abuela Yolanda la encontramos muy contenta aquel agosto, viviendo en una casa cerca del puerto. Ahí vi por primera vez el mar y barcos.

Más o menos ya maduro emocionalmente, o eso creo, hablamos largo y tendido sobre sus razones respecto a la distancia. Fumaba demasiado, aunque me decía que ya no bebía. Me enseñó poemas de juventud, sus dibujos. Yo le enseñé cosas mías que había escrito. Ella tenía una capacidad impresionante para dibujar, un mundo interior muy rico. También me habló por primera vez sobre mi padre, un chico dos años mayor que ella que se mató días después de mi nacimiento. Vaya decepción. Tanto esperarlo para nada.

De acuerdo a lo que sé, ella comenzó a sufrir desde la separación de sus padres. Vivió al filo, a toda velocidad, lo que tuvo sus costos. Tenía 36 años de edad cuando la vi en Puerto Vallarta, la edad que yo tengo ahora, y temía envejecer, llegar a los 40 años. No lo haría: un derrame cerebral se la llevó mientras dormía el 28 de diciembre de ese año, 1992. No sufrió o eso quiero creer. La autopsia reveló que sufría de un pequeño enfisema. Si no era el derrame habría sido el problema pulmonar lo que se la llevaría, aunque al cabo de más tiempo.

Cuando su pareja me envió una pequeña caja con sus cosas en su libreta de direcciones y teléfonos no había una sola referencia a tu familia. Ella en vida me pidió buscarte, que te dijera que te amaba, que quería estar contigo, pero las hojas arrancadas de los diarios me hicieron pensar que quizá tenía alguna razón para que no te halláramos. No lo sé. Yolanda, tu abuela, concluyó que había hecho contigo exactamente lo que consideró mejor para conmigo: tenerte lejos de ella.

A mí se me vino el mundo encima con su muerte. Aunque Yolanda me había criado, de hecho le decía ‘mamá’, perder a mi madre cuando al fin la estaba conociendo fue muy duro. Creí que enloquecería. Me volví huraño, comencé a descuidar todo. Con ella se fue mi alegría esporádica y mi esperanza de que algún día pudiéramos vivir juntos. Yolanda y tu tío Eduardo evitaron que lo perdiera todo. Comencé a estudiar periodismo y, como empecé a trabajar desde muy chico en las redacciones, creo que ser reportero me salvó.

Y así pasaron 20 años. Veinte años en los que revisé directorios telefónicos en todas partes a las que me enviaban por trabajo, preguntando aquí y allá con amigos corresponsales. Llegó el internet y buscaba los nombres tuyos y de tu padre. Inútil. ¿Sabrías que mamá había muerto?, me preguntaba. ¿Cómo sería nuestro encuentro? ¿Quién serías? ¿Sufrirías?

Este año se cumplen 20 años sin Paty. A principios de año busqué a los familiares de mi supuesto padre y les conté la historia alucinada que mamá me había narrado. El hermano de él, conmovido, se entusiasmó ante la posibilidad de que yo fuera el hijo de su hermano muerto y me ofreció hacernos exámenes genéticos, los cuales nos realizamos al volver yo de la campaña… pero resultaron negativos. Hubieras visto nuestras caras de decepción.

Sin la menor idea de quién será mi padre; cansado de una campaña presidencial vertiginosa que me impidió ver a mis hijos más de tres meses, y con la noticia terrible de que mi mujer tenía cáncer, que terminó superando, a los días de haber llegado hice mecánicamente lo que vengo haciendo desde hace años: poner tu nombre completo y entrecomillado en Google. Cuando vi que hubo un resultado de Facebook, miré tus fotos y leí tus charlas con tu tía Conchita, en las que hablaban de tu padre Arturo, una parte de mí cambió para siempre. Al fin te había hallado.

No nos conocemos, es probable que seamos diferentes en muchos aspectos, nos son ajenas casi todas las cosas que podemos contar de nuestros respectivos pasados, pero hay algo innegable: somos hermanos y aún tenemos vida por delante.

Por eso me dio por informarte quiénes somos los de acá de este lado. Me gustaría que un día alguien llegara e hiciera lo mismo conmigo. Que alguien me dijeran, paso a paso, quiénes fueron mis padres. Imposible. Mamá, como tú lo entenderás mejor que nadie, siempre será un enigma. Pero se puede vivir con eso. Y, pese a todo, ahora que soy padre, sé perfectamente lo que debo de hacer respecto a mis hijos: darles memoria.

Como seguramente la has pasado mal mucho tiempo, la intención de contarte esto es meramente informativo, compartir un poco de lo mío sin pretender revivir muertos. Era sólo hablarte de esa mujer que nos une, que yo amé con toda el alma, que te amaba, que quién sabe por qué nunca vivió con nosotros y que murió demasiado joven junto al mar.

Y qué casualidad que sea el mar el que te devuelve a mí.
 

PD. La única vez que fui a tu ciudad fue a un mitin de AMLO. Era el Día del Padre y la pasé solo. Almorcé extraordinario en un restaurante muy bueno, rodeado de viejos y padres jóvenes a los que les celebraban. No sentí incomodidad. Recuerdo que ese día leí mucho a Benedetti.