Estoy sentado en la misma sala en la que abordé el vuelo rumbo al primer
mitin de campaña presidencial. Han pasado casi cuatro meses de la elección y me
dirijo hacia el estado de aquel evento, Chihuahua. Ese primer acarreo fue en la
entrañable Sierra Tarahumara. Ahora me dirijo a la capital para cubrir a Sabina
y Serrat.
Me voy de Monterrey con el ya conocido desasosiego por dejar a los míos.
Me encuentro con las mismas escenas de bienvenida y despedida en el aeropuerto.
Para mí, sin embargo, los viajes son el adiós, no reencuentro. Pasado habla por
mí.
Vuelvo a sentir al taciturno y enfadoso compañero que puedo ser cuando
viajo en soledad. Vuelvo a sentir el necesario desprendimiento que debe tener
uno en los viajes. Si uno intenta apropiarse de lo que mira en su tránsito lo
terminará siendo. Yo no nací para ir de un lado a otro sin mapa en mano.
Necesito laberinto.
El tiempo avanza con pies de plomo. Nada de lo que veo me hace sentir
sereno. Será que me la paso en la contemplación de mí mismo y lo que menos soy
es eso: armonía. Intranquilo, presa de todas las dudas, me consumo. Soy un haz
de nervios. ¿Así se habrá sentido mamá cuando nos abandonaba a mí y a la
Ciudad?
Prefiero no mirar a los ojos. Me evado. Todo el tiempo tengo la urgencia
del compromiso y hoy debo tomarme un respiro. Me han dicho que me tome esto
como un descanso. Habría que dejar de ser yo entonces, por unos días.
Imposible.
Ha sido un año intenso. Un año de estaciones perdidas. Digo perdidas en
un sentido literario: sin duda ha habido aprendizajes, pruebas, más triunfos
que derrotas, revelaciones y hallazgos, pero creo que los candidatos, los
partidos, el país perdieron la oportunidad de reinventarse, reformarse, cambiar
el rumbo.
Por lo
pronto, no dejo de pensar que mis hijos vivirán por primera vez en un país gobernado por el PRI.