viernes

Colofón



¿Qué sentí esa noche cuando en uno de los monitores de la sala de prensa del PRI el consejero presidente del IFE dio a conocer, con un porcentaje mínimo de casillas computadas, que el ganador era Enrique Peña Nieto? Aún no lo sé del todo. En cuanto el gris funcionario dio la noticia, que para algunos no iba a ser noticia aunque no de una manera tan inmediata, los reporteros pagados aplaudieron y de inmediato mandaron nota a sus portales y apuntaron vivas en sus páginas de Facebook.

Yo, que nunca había vivido una campaña presidencial y que vi de lo que se trataba la del candidato del PRI, de lo que él estaba hecho, me sumí en un extraño desasosiego. Su aburrido festejo ahí en el CEN, sin las fuerzas vivas de antaño y sin tumultos de celebración genuina a las afueras del partido, eran tan sólo la confirmación de que aquel triunfo, de aquella restauración, no era de muchos sino de unos cuantos.

Nací en el ocaso del sexenio del asesino de Echeverría. Viví en el limbo de los primeros años mientras López Portillo se creyó emperador, actuó como tal y cerró su sexenio de la manera más patética de la que se tenga registro en años recientes. Supe de De la Madrid hasta que la cámaras de televisión lo grabaron caminando atónito por entre las ruinas del terremoto de la Ciudad de México, y de alguna manera me despertó simpatía la figura de Salinas de Gortari pasando las vacaciones de Semana Santa en Agualeguas. La historia, de nuevo, haría el resto.

Vista como el arte de hacer acuerdos en beneficio de una comunidad, la política es maravillosa. En los servicios que uno puede prestar a la patria, aspirar a gobernar y luego hacerlo con ética, honestidad, imaginación y decoro son altas oportunidades para un individuo. Para su historia y la de los suyos.

En México, como en muchos países, la política tiene uno de sus momentos más emblemáticos en las campañas electorales. Como es una campaña, se piensa, será un gobierno. Tal como es el candidato, se cree, será el gobernante. La Historia dice, sin embargo, que esto casi nunca es así. El candidato, hecho gobernante, cambia. Una campaña es un montaje, una escenografía en la que transita una galería de personajes que, no por ser muy literarios, son atractivos. En esa galería desfilan el reportero presuntuoso y comprado, el colaborador siniestro y codicioso del candidato, la bola manipulada y el candidato máquina de promesas que no habrá de cumplir. Esta campaña en México no fue la excepción.

Los candidatos sobreactuados, huecos y repetitivos; los pobres comprados; el derroche de recurso público y la ausencia de mística, si es que alguna vez hubo alguna aquí, fueron las constantes en las campañas de todos los candidatos. En la farsa grandilocuente todos participan, todos quieren su parte y ganancia, todos se mueven con un frenesí ridículo. Por eso lo de la estación perdida. Una campaña, en verdad, por lo menos como se hace aquí, es tiempo perdido para México.

Que ganara el candidato que ganó no es de extrañarse. Tal como se lanza un producto de comida rápida al mercado, así se preparó al que gobernará este país, seguramente con la complacencia -previo acuerdo- de quienes vieron en él la seguridad de preservar sus privilegios. El coctel se consumó con rivales a modo: una mujer que siempre estuvo sola, un hombre que sólo se oye a sí mismo y un patiño. Lo demás era predecible.

A la distancia, ahora veo que el candidato ganador ni siquiera sudó de verdad durante la campaña: lo único que parece haber hecho fue actuar, sonreír, prometer cuanta ocurrencia y evadir debates. Por eso, lo único de veras interesante fue el surgimiento del #132. Lo demás fue lo de siempre.

Así, contrario a lo visto en el pasado, todo indica que el candidato ganador gobernará a la manera como hizo (o le hicieron) la campaña: sonreirá, cautivará a los bobos y a los desposeídos, y tirará el dinero público desde un búnker. Percibo encono en el aire.

Me intriga saber cómo concluirá su mandato.