miércoles

Claudia

Volví a Monterrey una mañana de mediados de julio. Durante las primeras horas, todo fue entrañable. Al fin estaba en casa, con los míos.

En la tarde de ese día, Claudia regresó de una cita médica y tras pedirme que saliera de casa con ella me dio la noticia estremecedora: tenía un cáncer, debía ser operada de inmediato y someterse a quimioterapia.

Sentí que se abría el suelo a mis pies.

Durante la campaña, previo al día de la elección y coincidiendo con una visita mía a la Ciudad, la operaron de un quiste doloroso. Debí partir de madrugada dejándola en su cuarto de hospital, todavía entre los vapores de la anestesia, lo que a la fecha no me perdona. Nada nos dijo, sin embargo, que aquello sería el preámbulo de algo todavía más grave.

El resultado de los análisis, cuando ni siquiera había desempacado, dio aquel diagnóstico y el médico de entonces le dio la mala nueva como quien pone un alto a un camino. Ella volvió pálida, con la mirada fija en quién sabe qué punto y con una enumeración serena de lo que faltaba por hacer con los niños. La percibí vulnerable. Me equivoqué.

La primera vez que vi en mi vida a Claudia fue en la primavera de 1994. Estábamos unos amigos y yo muy atareados en la sala de redacción de la facultad tratando de transcribir en obsoletas máquinas de escribir una entrevista a un alcalde, grabada con pilas viejas, por lo que se escuchaban puros bostezos, cuando a mis espaldas escuché a una chica despotricar contra el presidente. Lo hacía casi a gritos, con enfado como la mayoría de los políticos en este país merece.

Desesperado porque no podía escuchar la grabación defectuosa, volteé y sin saludo de por medio le dije altanero: "¿si te callas?".

"¿Si te sales?", contestó brava y en automático, lo que sería común a lo largo de los años. Sorprendido, me comí el malestar y continué con lo mío.

Después la volví a ver cuando llegó al taller literario que teníamos en la facultad o durante la colocación del hermoso periódico mural al que yo y unos amigos le dedicábamos toda la noche coloreando y pegando dibujos, poemas y cuentos, y que manos cobardes arrancaban cuando nos dábamos la espalda. Reconocí a la joven a la que le reproché sus críticas a gritos, no sé ella. No hablamos nada.

Nuevamente en alguna reunión del grupo que teníamos ella se presentó, pero terminó discutiendo con el tipo de la mesa directiva que al parecer era el responsable de arrancarnos el periódico mural. Yo, en un gesto que pretendió ser ecuánime, dije que las sesiones no eran para discutir politiquería sino para temas más amplios. Claudia me miró como suele mirar a alguien que no tiene los tamaños para defender lo justo y, muy seguramente decepcionada por mi postura, se fue.

A los días, sin embargo, me la encontré en los pasillos frente a una mesa con libros y números de la Revista Mexicana de Comunicación. La vi muy interesada en los libros, hojeando con atención. Me le acerqué, la saludé y le ofrecí una disculpa por mi actitud y tono. Ella aceptó, quizá de buena gana, y se fue. Luego, siguió yendo a vernos pegar el periódico mural, conversábamos. Nunca había conocido a una mujer de tanto carácter y que dijera lo que en verdad pensaba.

Intrigado, le pregunté a una amiga común por ella y me contó su vida, cercana a lo inverosímil, y que quizá un día ella cuente a detalle. O no.

La primera y quizá única vez que salimos juntos fue a una charla del querido Alfredo Gracia Vicente en el Museo de Historia Mexicana, ambos, emblemas en nuestra historia común. Fue así como llegó un 4 de abril e inició todo entre nosotros.

No es éste, por supuesto, el espacio en el que contaré nuestra vida juntos, porque sé lo que fue para ella este periodo de ausencia y no le parece tan romántico como a mí. Lo que sí diré es que hemos pasado por demasiadas cosas y que llegó en el momento justo a mi vida, y uno de los aspectos que nos unen es que muchas cosas determinantes las hemos vivido demasiado pronto.

Ante su diagnóstico amenazador, valiente y decidida como es en los momentos clave, Claudia tomó las cosas como le venían: se cortó el pelo casi al rape, puso al tanto a los imprescindibles y empezó a priorizar mentalmente lo que había que hacer a corto plazo. Por fortuna, a los días llegó con un médico reputado que nos dijo que las cosas no debían ser tan drásticas, que primero se revisaba a detalle y que luego se podría hablar de tratamientos difíciles. El resultado, tras más de dos largos meses, es que está sana.

Durante sus recurrentes estancias en el hospital, volví a veces a casa y sentía la honda soledad de estar sin ella. La misma, una continuación, de la que sentí en los más de tres meses de cobertura y que me parecieron eternos. Algo parecido a lo que ella vivió.

Escribí algo al respecto, poco, durante su estancia en el hospital:

Nuestra casa sin ti es el recuerdo del barrio, la calle / Que nunca volví a recorrer con los mismos ojos / Ni con el mismo andar. / Estar sin ti es como llevar en la mochila un calendario de días iguales / Y las mañanas tienen color de anochecer, y así. / Todo empezó con el inicio de la primavera. Y luego abril, nuestro mes, destierro / de aquello que creíamos cierto y que no nos abandonaría jamás. / Llegó mayo, solar y ligero. La primavera se resistía a creer todo esto (...)

Claudia es más que una compañera: es mi casa. Más que el amor de mi vida: es el largo poema que todos los días escribo para agradecer que puedo mirarla de nuevo. Nada podrá devolvernos los casi seis meses de desasosiego, pero creo que somos más fuertes, nos conocemos más y confirmamos, de nuevo, que la vida no es una línea recta en el tiempo.

Llegamos. Estamos juntos de nuevo. La estación fue perdida por no haber estado con ella.