sábado

Aún no iniciaba la primavera...


En alguno de esos días previos me preguntaron si me gustaría participar en la cobertura de campañas presidenciales, que querían crónicas de los eventos y que habría que viajar de cuando en cuando. Por supuesto.

En la vida había cubierto campañas. Acaso perfiles de contendientes y alguna que otra crónica como aquella en la que César y yo fuimos a ver cómo sería la elección del 2006 en el ejido más recóndito del estado: Puerto del Aire. Me arrepentía. Fue pesadísimo y ya lo he contado por ahí.
Los rumores empezaron a correr en la redacción: no sería algo de ida y vuelta, sino vivir en la Ciudad de México hasta la elección. Temblores. Nunca he estado separado tanto tiempo de los míos. La confirmación llegó cuando los veía jugar en el parque cercano a casa y donde yo pasé de niño muchos momentos de libertad: debía estar en la capital en dos días.

"¿Aceptas o no?", me preguntó Roberto y le pedí que me diera quince minutos.

Nadie sabrá jamás lo que sentía en ese momento del crepúsculo desde la banca en la que miraba correr a mis hijos tras una pelota y en medio de una bola de chicos. Tampoco me dan las palabras para describirlo. Fue un vacío inconmensurable, un montón de gritos. La certeza de que nada permanece. "Sí", le contesté en una nueva llamada.
Deberé saltarme la parte en que se los comuniqué a ellos y a Claudia. En que primero les dije, presa de los nervios, que serían cuatro meses de ausencia cuando en realidad eran poco más de tres, y en todo lo que me lloraron en el aeropuerto ese 29 de marzo. Lloraban por mi ausencia como se llora a un muerto. Y estaba ahí. Me dolió pensar que me lloraban como yo lo hacía cuando mamá volvía a la Ciudad de México, después de pasar una temporada conmigo.