Los viajes son los viajeros. En mi caso se entiende por qué los míos suelen ser traslados melancólicos. Llevo mes y medio de ir de un lado a otro viendo sólo despedidas o recibimientos. Esto no sólo me ha despertado una sensación de no pertenencia: tengo la noción de que el adiós me acompaña.
Me duele ver niños con sus padres. Me recuerda que no estoy con los míos, que no los estoy viendo crecer, comer, reír. Alguien dirá, quizá con razón, que vaya disparate. Pero, para mí, un día sin ellos es una eternidad. Me va a inquietar descubrirlos más altos, quizá más serios en su seriedad y más disparatados en sus bromas y juegos. ¿Habrá consecuencias? Dejaré de pensar en esto por ahora.
Vuelvo a los aeropuertos. El único en el que me agrada estar es en el de la Ciudad de México. Lo adjudico a que hay de todo y, al salir de él, te recibe un clima benigno. En los demás, como me ha tocado cubrir principalmente puertos, el bochorno me incomoda.
Me gusta la nueva terminal de Monterrey. Es obvio: los míos.
Y camino y camino por las salas de los aeropuertos. Me gusta viajar
ligero de equipaje, ya que documentar le agrega una tensión extra al traslado.
Viajar ligero de equipaje es un decir: en mi mochila cargo lo siguiente: un
paraguas, bolsas de plástico y un impermeable, por aquello de los chubascos;
una portátil, el iPad, dos grabadoras y los respectivos cargadores. También, un
conector de Pc para auto y un equipo para crear internet inalámbrico. Antes
llevaba un iPod y un tercer celular, pero al cabo me parecieron inútiles.
Libretas, papeles, pilas, algún libro o revista y artículos personales
completan la carga. La mochila debe pesar entre 15 y 20 kilos, por lo que a la
hora de los mítines o de los traslados a pie o en transporte público el bulto
se vuelve un lastre.
Voy rumbo al Aeropuerto de Huatulco. La idea es llegar a Puerto
Escondido. Antes de salir de la sala me percaté que del acceso contiguo hacían
el último llamado para abordar hacia Monterrey. Quería alzar la mano, pedir que
me llevaran, que inventaran algo que hiciera urgente e imprescindible mi
partida hacia mi Ciudad. Nadie salió gritando mi nombre.
Llegué a Huatulco y de ahí tomé un taxi a Puerto Escondido, a poco más
de una hora. En el trayecto me percaté de la seca vegetación y el conductor me
dijo que bastaba una lluvia para que
todo reverdeciera. Las iguanas cruzaban rápidamente la carretera y me tocaron
algunos viejos en huaraches andar a la orilla. ¿A dónde irán, cuánto
recorrerán? Ellos son el camino. Su viaje.
Puerto Escondido es un paraíso que no conocía y que tiene un mar
grandioso. Sus olas me recordaron las primeras que vi en mi vida, en Puerto
Banderas, hace muchos años. Con mamá.
Hace un bochorno increíble en Playa Zicatela, pero la brisa atenúa el
malestar. El mitin de JVM fue completamente olvidable y me indignó ver el
acarreo y la larga espera bajo el sol. Cada vez soy más impaciente en los
masivos. Los chiquillos y sus padres comenzaron a subirse al templete de la
prensa y, dócil, preferí bajar. Resultado: fotos espantosas. También, las
campañas cada vez me resultan más huecas.
Mandé tardísimo la crónica y el editor seguramente me odió. Conversé
entre cervezas con unos reporteros sobre las campañas. Es increíble lo
ignorante y parcial que puede uno ser desde adentro de una. Te empapas de la
maquinaria al interior, pero desconoces abismalmente el destino de la
contienda. En mi caso me sumerjo en la cobertura y paso por alto un montón de
detalles. Tampoco lo lamento. Sólo pienso en volver.
Espero regresar a Oaxaca. Como Yucatán, es un estado que me gusta y me
dice muchas cosas. Recuerdo la primera vez que visité Oaxaca para visitar el
rancho del artista Alejandro Santiago. No la olvido. Oaxaca es para siempre.