Paso una de las estancias más agradables
de la cobertura en Guadalajara. Soleada, fresca. Limpia. Digamos que es la
versión más parecida de Monterrey.
Acá pasé años
enriquecedores entrevistando escritores durante la Feria Internacional del
Libro, esfuerzo noble pero comandado por el mayor cacique cultural que he visto.
Hasta que me cansé. Mejor dicho, me cansé de los juegos promocionales de las
editoriales, que no de los escritores. Ahora que paso los días en otros juegos,
los partidistas, extraño aquel encuentro únicamente con la imaginación.
Me entero de Monterrey
por noticias: harto calor, hallazgo de torsos, una suicida abajo de un paso a
desnivel, ejecuciones. ¿Por qué quiero volver, además de para estar con los
míos? ¿En verdad amo a Monterrey? Si es sí, ¿por qué?
Creo que quiero a
Monterrey porque, al pensarla, pienso en la de la infancia. En la de los cerros
completos, el cielo limpio, las calles despejadas, las diversiones simples. La Monterrey de la televisión local, los parques solitarios, los columpios
abandonados.
¿O era yo el
solitario?
Monterrey ha perdido
su ruta y no veo intentos de reinvención. Nadie hizo algo para evitarlo.
Monterrey me duele. Creo que no he hecho nada para impedirlo. Acaso no sea
suficiente vivir en ella, persistir. O quizá sea mucho.
No quiero, sin
embargo, que mis hijos crezcan en ella. Esto es, para algunos, alta traición.
Tirar por la borda la dichosa persistencia. Para otros, es también persistir.
Pero, ¿deberán mis
hijos crecer sin los cerros, los parajes esporádicos, el desierto? ¿Sin Alfonso
Reyes, Barba Jacob, Eduardo Zambrano; sin la pintura de Gerardo, Ríos, Saskia?
¿Sin los libros de
Toscana?
¿Sin los panteones,
Lichita, las tumbas de los nuestros? ¿Sin nuestra música o las bardas de Acción
Poética?
Guadalajara me
interroga sobre Monterrey. Las ciudades que hacen esto, que te cuestionan sobre
la tuya, son las que más valen.