Al día siguiente me encontraba en la camioneta del Padre Pato para dirigirme a Creel, corazón de la Sierra Tarahumara, al tercer mitin oficial del candidato del PRI. Vaya pie del cura, maneja rapidísimo. Durante el viaje, el jesuita gozaba como niño las reacciones que tuvo su carta contra las declaraciones del Gobernador, quien en días pasados había acusado a los activistas de esa entidad herida de vivir de las víctimas. “Ustedes son como las nubes”, se excusaba con el sacerdote un funcionario amigo. “A ustedes los activistas no se les puede negar. Ahí están”.
Pato me dijo que moriría en la Tarahumara, que no tenía pensado ir a
otra parte. El jesuita es extraordinario: ha vivido todos los desastres que un
cura puede vivir con un pueblo y nada lo doblega. Nada.
El 1 de abril estaba yo en el predio rodeado de pinos en el que se
llevaría a cabo el mitin del candidato, el primero que me tocaría cubrir.
Llegué con los tarahumaras, muy temprano. El priista arribaría casi cuatro
horas después. Estaba muy indignado por la manera como hicieron esperar a los
indígenas, montados como escenografía. Ellos, en cambio, aguardaron reacios,
rojos por el sol intenso. Eternos.
Ya había escuchado y leído en torno al candidato del PRI, pero
había que verlo para corroborar su perfil. El partido eligió para representarlo
(o el partido fue tomado por él) a un hombre joven y bien parecido para las
mujeres, pero tremendamente vacío. Un producto que presume firmar sus
compromisos, pero que todos saben que su acto no tiene validez alguna. Mi primera crónica, curiosamente, la escribí en el asiento trasero de unos generosos priistas locales, que me llevaron al hotel en Chihuahua y que, por supuesto, ignoraron el contenido del material.
Le dije adiós a la Tarahumara y al día siguiente me encontraba en la
Ciudad de México, urbe en la que no acabo de orientarme y en la que no paraban
los temblores que, sin embargo, no sentí. Miro hacia todos lados, no encuentro
dirección. Me pierdo apenas doy la vuelta en una esquina. Un psicoanalista me
diría que mi extravío se debe a que busco a mi madre en todas partes, ella, que
vivió lejos de mí toda la vida, buena parte en la capital del país. Quizá sea
cierto.
Reunión de planeación en Reforma. Al día siguiente me tocaría cubrir
al candidato de Nueva Alianza, un neoliberal de algunas ideas interesantes,
pero tecnócrata al fin. En medio de barrancas y tejabanes, al sujeto se le
ocurrió decir que en México no hay pobres, sino “clase media emergente”. El consuelo,
se cree, está en los tecnicismos.
Veracruz fue mi segunda parada con el candidato del PRI. El evento
inició en el histórico café La Parroquia, de brebaje rico pero
sobredimensionado. Nuevo show del candidato. Fue a la playa a subirse a
andamios y saludar durante algunos minutos a la concurrencia cubierta de
bronceador. Más tarde, en un salón de actos, escucharía a un coplero
extraordinario: Chava Peña. La cochinita y la barbacoa se robaron la tarde.
Toca después la aspirante del PAN en el registro de Isabel Miranda a
la candidatura por la jefatura de gobierno de la Ciudad de México. La Madre
Coraje tiene el derecho a contender, pero no estoy tan seguro que al volver de la
competencia conserve su capital como activista. La política en México, como la
peste, lo contamina todo. La aspirante presidencial, en cambio, no me despierta
nada. Los políticos en este país han abandonado la mística para echar mano de
la mercadotecnia.
Siguiente arribo: a Yucatán. Ver de nuevo el mar me reconforta. Mitin
del candidato del PRI en Progreso. Un circo. Al día siguiente, la del PAN.
Pareciera que se siguen los pasos unos a otros. La candidata tuvo un talk show
en la capital y una comida con comerciantes y, por la tarde, mitin en Chemax,
donde años atrás Maquío sí hizo historia. La lluvia lo arruinó todo, si quedaba
algo que arruinar. Eran los días más grises de la campaña panista.
Regreso. Cuando Pedro Diego, el corresponsal del que hablaré más tarde, me contó cómo las espectaculares
mansiones del Paseo Montejo eran el resultado de la explotación del henequén y
de la esclavitud en la que generaciones de indígenas dejaron su vida, mi
corazón dio un vuelco. De la admiración a la indignación.