1 de abril
GUACHOCHI.- “¿A qué hora llega?”.
“Ni sé”.
“Por eso, ¿a qué hora te dijeron?”
“Que orita a las once”.
Al oír la respuesta de Casimiro, José pareció que sonreía, pero no.
Sentado en la tierra, el vecino de Bocoyna, de gorra azul y chaqueta gris, miró
vidrioso hacia el templete donde Enrique Peña Nieto sostendría más tarde un
encuentro con indígenas y mestizos de la Sierra Tarahumara.
Casimiro y José llegaron muy temprano (con nuevo horario de verano y
todo) a un despoblado rodeado de pinos y aledaño a las cabañas El Tepehuán, en
Guachochi, propiedad de Ismael Díaz, operador general de la Coordinadora
Estatal de la Tarahumara, para acomodar junto a otros las 4 mil sillas que
ocuparían los invitados al evento del Candidato del PRI a la Presidencia.
La espera no empezó el domingo, sino un día antes con la puesta en
marcha, quirúrgica, del acarreo en camiones de habitantes de la sierra:
tarahumaras, tepehuanes, warojíos y pimas. La gente, obediente, se dejó
conducir y albergar en bodegas del
pueblo. De ahí salió muy temprano el domingo para, ya desayunada, llegar hacia
las nueve horas al terreno propiedad de Ismael, quien fue el encargo de
alimentarlos.
Los indígenas llegaron y, como en escenografía, se les pidió que no se
levantaran, lo que no hicieron a excepción de cuando debían ir al baño, por lo
que se internaban en el bosque incluso durante los mensajes de los
oradores. De paciencia infinita, los
rarámuris miraban hacia el templete vacío frente al que iban y venían encargados
priistas de algo, todos de camisas rojas o blancas.
Dieron las diez, al final las once, llegaron las doce. Del candidato
ni sus luces. Ya el gentío rebasaba las miles y el sol hervía cabezas. Algunos
rarámuris se subieron a las sillas, otros miraban al suelo, cansados. Empezaron
los primeros llantos de bebés.La música ensordecedora no dio tregua. En todos los ritmos posibles, canciones insulsas al estilo de las televisoras hablaban del candidato como El Hombre, el que traerá la paz al País y al que la juventud lo seguirá a donde quiera que vaya. Sea lo que esto sea.
Un helicóptero en el horizonte. Al fin. A la llegada de los vehículos, los tráileres de la CTM hacían resoplar ruidosamente sus mofles a manera de bienvenida. La manta enorme de la juventud priista estaba desplegada, lo mismo que las pancartas de los tarahumaras. Toda la escenografía lista.
Acompañado por otros candidatos de su partido, el rozagante candidato
llegó de mezclilla, camisa blanca y sombrero vaquero. Se metió entre las filas
directo hacia las indígenas, aburridas y acaloradas. Ellas, generosas, le
respondían cosas que quizá él ni escuchaba por la música a todo volumen, y
acariciaba a sus niños rojos por el calor.
Tras subir al templete y saludar con los brazos extendidos, la
estruendosa música al fin terminó y Rosalba Loya, candidata rarámuri a diputada
suplente, le puso de inmediato el wachíkame napatkza, el huipil tarahumara; la
collera en la frente y el bastón de gobernador, reconocimiento de la etnia.
Frente a gobernadores indígenas, Rosalba dijo que los tarahumaras y los
miembros de las otras etnias ya no querían más apoyos temporales y
asistenciales.
“No queremos más apoyos como si fuésemos esclavos o gente sin destino
en las banquetas de las ciudades. Queremos un acto de justicia histórica”,
dijo.
Todo iba bien en el discurso, cuyas frases y términos sonaban a las de
algún buen asesor de campaña, cuando Rosalba le dijo a Peña Nieto: “sabemos que
cumplirá porque usted es muy cumplidor…”.
Las carcajadas entre los aletargados asistentes no se hicieron
esperar. Peña Nieto sonrió con mirada severa, su esposa la actriz Angélica
Rivera no se dio por enterada y Rosalba repitió la misma ocurrencia: “usted es
muy cumplidor y lo demostró como Gobernador del Estado de México”.
En su complaciente discurso, la indígena le pidió al priista que
hiciera de la Tarahumara su segunda oficina como Presidente de la República.
Enseguida, el Gobernador César Duarte dio un mensaje olvidable; el candidato al
Senado Patricio Martínez hizo un recuento de los robos históricos a la sierra:
minerales, agua, madera, pero no dijo qué acciones tomó él para evitarlas
cuando fue mandatario estatal.
“Este bastón que le dieron es un amuleto, porque a mí me lo dieron en
campaña por la gubernatura y conmigo se dio la transición de la transición. Así
será con usted”, dijo, como si el digno símbolo de autoridad rarámuri, que no
equivale a mandar sino a aceptar las órdenes del pueblo, fuera una cosa de
superstición.
Enseguida, Peña Nieto. En menos de 20 minutos dio un mensaje lleno de
obviedades, promesas, buenas intenciones. Aire. Firmó el dichoso compromiso
ante notario: trabajar para evitar la pobreza alimentaria, y dijo que el de él
sería un gobierno itinerante.
“Regresaré muchas veces”, les dijo a los miles y alzó el bastón. Fin.
Aplausos débiles. Música de telenovelas con su apellido repetido una y cien
veces.
Llegó el mejor momento del evento: la despedida, los besos, las fotos
con celulares tanto de chicas como de políticos que le sonríen cautivados al
candidato. La atracción del poder es física, sin duda. En eso, Peña Nieto se ve
pleno. Al rato se quitó el wachíkame napatza, se despeinó dejando sus cabellos
erizados por el gel y se puso de nuevo el sombrero vaquero.
Una niña le gritó a Angélica “¡Gaviota!” y le esposa del priista
corrió hacia ella. La pequeña quería también foto con Peña Nieto, quien
literalmente tuvo que arrancarse brazos de jovencitas enloquecidas.
Tres minutos más. El candidato subió a la camioneta. Ni saludó a los
pocos que le miraban hipnotizados.
Los demás, la mayoría, ya partieron. La gente indígena volverá hasta
la siguiente campaña del siguiente candidato que, la historia lo dice,
prometerá lo mismo. Quizá bajo el mismo sol y con la misma espera.